Desde la insoportable levedad de un ser llamado Brandon, los bucles y círculos concéntricos de una vida atormentada se suceden uno tras otro en una de las grandes películas que han inaugurado mi año cinematográfico particular en la lectura de una partitura particularmente descarnada.

Mi conexión con Shame en el cine fue muy rápida. El primer plano de la película ya me declaró públicamente su amor envuelto en la frialdad azul de una preciosa fotografía que iba a repetirse durante todo el metraje. Y en seguida el primer bucle, el primer gran círculo mostraba la angustia que querían comporatir Fassbender y McQueen con el patio de butacas. En el recorrido absurdo de la cama al contestador automático, en la repetición de las palabras anodinas de la emisora del mensaje telefónico, en la decisión de cada uno de los tiros de cámara que acompañaban a un desnudo Brandon reconstruyendo su tortuosa rutina diaria.

Los bucles continuaban. Una preciosa escena en el metro de Nueva York me advertía del talento del que había orquestado aquella peligrosa ratonera. La asfixia comenzaba a hacerse explícita en cada (no) decisión del personaje principal. En cada gesto, en cada mirada. En cada una de sus sonrisas rota  Fassbender/Brandon se hacía con mi compasión poco a poco, como un animal que comunica sin hablar su necesidad de auxilio. Todo se desarrollaba en un marco de perfección formal que a algunos les alejaba de la historia… mientras que a mí, y también a otros muchos, nos acercaba cada vez más. Hasta que no podíamos escapar de ella. Hasta que el extremo de ese segundo círculo del infierno terminó alcanzándose a sí mismo al final de la película, cerrando así una historia plagada de huidas infructuosas.

De repente reparé en la música. En un primer visionado me pareció escuchar a Bach en varias ocasiones, y en los créditos me percaté de la participación de Glenn Gould y sonreí. Otro bucle. En un segundo visionado advertí que Brandon escucha compulsivamente y en sus momentos más desazonadores las composiciones de este pianista, atrapándolo y transportándolo a una fantasía sonora que acompaña a una realidad evidente que no permite la huida. Y es en la escena en la que Brandon escapa de su casa -y de su hermana- donde queda  más clara tal evidencia: el personaje corre en un plano secuencia falso y la cámara  acompaña y muestra cómo su carrera no le llevará a ningún lugar concreto, como si corriese en una rueda giratoria de ratón de laboratorio. De hecho volverá al mismo lugar del que salió huyendo, dejando claro que no podrá huir por mucho que lo desee. Esa escena, sublime, es el cuarto bucle que fui capaz de reconocer y que me iba envolviendo cada vez más en el infierno del personaje. La música, brillante en su uso y adecuación al tempo de lo que se narra, que se convierte en otro elemento de alto alcance para herir al espectador en lo emocional.

Más simbólicamente, Brandon aparece en sucesivas ocasiones de espaldas -sobre todo en las conversaciones frustrantes con su hermana o en los momentos en que se complica la comunicación o hay un malentendido, como en el restaurante con su compañera de trabajo-, y en algunas de esas ocasiones con la cabeza baja. Desde atrás, aparece sin cabeza. Brandon está decapitado en muchos planos y se  demuestra una intencionalidad en el diseño de la puesta en escena que sería muy injusto no reconocerle como mérito -entre muchos otros- al director de la película. El personaje solo sabe actuar impulsado por su adicción , angustia y desesperación y no razona conscientemente sus acciones y todo queda perfectamente reflejado en cada decisión del McQueen en cuanto a lo que muestra y no muestra en pantalla. Nada está en manos del azar y todo funciona como un mecanismo milimétricamente construido para la mostración de lo que en la historia está siempre latente: la desesperación y la incontinencia del impulso.

Tres largos planos secuencia -o casi- terminan por rematar esta intencionalidad: el primero, la PLUSCUAMPERFECTA interpretación de Carey Mulligan del New York New York que consigue trasladar emocionalmente al espectador al lugar más cercano posible de Brandon. Una escena que quedará para siempre registrada en mi disco duro y que casi logra arrancarme las lágrimas en las dos ocasiones en las que la he presenciado. McQueen te coloca con ella en el clímax de la empatía con su atormentado personaje y te anuncia que lo que te queda por comtemplar va a golpearte muy duro.

El segundo, la conversación entre la compañera de trabajo de Brandon y él en el restaurante, cuando éste trata de buscar un acercamiento  más convencional y pausado con una mujer y se pone de manifiesto que es un terreno estéril, desconocido y doloroso para él. Una conversación hábilmente interrumpida en un guion inteligentísimo por un camarero que parece nacido para poner las cosas todavía más difíciles. Tal conversación termina con un encuentro sexual fallido posterior que iniciará una caída progresiva del personaje al estómago de sus problemas que le acabará prácticamente digeriendo.

El tercero, la terrible conversación entre los dos hermanos que asalvaja y muestra una relación infectada, por parte de él por su falta de control sobre sus impulsos -aterradora la reacción de Brandon cuando su hermana se le acerca demasiado en la cama o lo descubre masturbándose- y por parte de ella por su imposibilidad de autogestionar su propia vida y exigir y demandar un afecto que precisamente Brandon no puede ofrecerle porque no sabe cómo hacerlo. Y menos sin utilizar la única forma que conoce para lograrlo.

Y es en este punto donde está el drama de la película. Porque la historia de Shame no es una historia de sexo, o no lo es solo de sexo. Tampoco de una adicción concreta, porque podría ser cualquier adicción. Es la historia de una incapacidad, la de un ser castrado emocionalmente para relacionarse de forma plena y satisfactoria. Es la historia de alguien que no puede escapar de tal incapacidad y que ha sustituido el placer por el dolor a través del supuesto placer. El sexo y el uso que de él hace el personaje vehicula la historia que McQueen nos cuenta pero sería muy necio creer que al final la historia “va” de eso, o que nos sermonea moralmente en ese sentido. Y lo sería porque en incontables momentos vemos claramente que su uso del sexo no está controlado, y que tan solo existe para calmar la incapacidad  y el dolor que el personaje siente. Así que da un poco igual la adicción que sea; podría ser el juego, la cocaína o la politoxicomanía. Aquí es el sexo. Pero nada más.

La caída final progresiva de Brandon para muchos es criticable. No para mí. Brandon se abandona porque su frustración le lleva a la autodestrucción, y eso se observa claramente en el bar, en lo que pienso es la escena más dura, inteligente, arriesgada y potente de la película. El personaje se castiga hasta el extremo y su actuación tiene que ver con eso. Todo lo que sucede en esos 15/20 minutos es un paseo por el dolor  y la humillación personal del personaje pero no por las prácticas a las que Brandon decide abandonarse, sino por el propio abandono y la incapacidad que tiene de controlarse como lo haría un yonqui de cualquier otra adicción que sufriera. Brandon siente vergüenza por ser incapaz de vivir una vida normal y fingir constantemente que la vive. Por no poder ayudar a su hermana. Por no poder relacionarse con nadie. Por no poder cuidar de sí mismo. La vergüenza por no estar “conectado” (como le recuerda un personaje en un momento clave de la película)  tal y como cualquier ser humano debería estar capacitado para estarlo con otro o con su entorno. Quienes se escandalizan por un lado o critican ese tramo final por otro tendrán sus motivos, pero pienso que se alejan de la verdadera intención de la película que es mostrar el descenso a los infiernos de un adicto a la autodestrucción que quiere pero no sabe -ni parece poder- abandonar la rueda gigante y sin escapatoria en la que se ha convertido su vida. Lo que sucede en Shame es consecuencia de la adicción, no del uso del sexo que Brandon haga. No escandaliza, en la película, que se lo monte con una, dos, tres o ciento cincuenta mujeres. Ni que se la casque cada mañana tres veces. Ni que tenga tanta pornografia en casa que le sea difícil esconderla. Escandaliza el dolor y la humillación que el personaje sufre por ser incapaz de controlar conscientemente su práctica convirtiéndolo en un títere de sus impulsos. Todo lo que le ocurre a Brandon acaba siendo consecuencia de la adicción y no del sexo -de la índole que sea-, y ver otra cosa me resulta un tanto superficial. Es quedarse en #elpenedeFasbender , como corre el hashtag ya hace unos días por Twitter. O pensar que porque un acto dramático final se desencadene en el momento álgido del comportantamiento autodestructivo de Brandon, éste sea causa del primero. Y es absurdo porque en un plano se explica claramente que aquello iba a volver a repetirse -último bucle- y por lo tanto no es -solo- responsabilidad del personaje. Y también porque la mirada final de Brandon en el metro no se intuye que haya o deje de haber ningún tipo de cambio en su actitud debido a ese hecho, y tal corrección si se diera en la realidad requeriría de un proceso mucho más largo y complejo. En una adicción, un hecho puntual no “cura”, por muy dramático que éste fuera y decir lo contrario es no conocer las adicciones y lo que comportan, y en mi opinión no haber entendido absolutamente nada. Pero es solo mi opinión.

Y no se puede terminar un comentario de esta película sin hablar de Michael Fassebender. ¿Existiría esta película sin él? No lo sé. Probablemente, pero sería distinta. El atrevimiento de este actor, en pleno auge de su carrera, a interpretar a Brandon y su problemática por un lado y su acierto descomunal al hacerlo por otro definen a un tipo del que desde luego vamos a oír hablar y mucho. Su interpretación es una de las más grandiosas y aterradoras que he podido ver en una película y no era fácil porque era mucho lo que se jugaba y a priori parecía que podía perder más que ganar. Será difícil ver otra demostración interpretativa de tal calibre en mucho tiempo -aunque espero equivocarme- del mismo modo que dudo que se me olvide jamás la mirada (casi a cámara) de Fassbender en el momento de clímax del último de sus encuentros sexuales, que por su desgarro no logra romper la suspensión de incredulidad pese a mirar directamente a los ojos de los espctadores. Literamente pidiendo ayuda con su mirada y con su cara, grotesca y casi deformada, consiguió -aquí sí- que se me escaparan un par de lágrimas por todo el sufrimiento que me había hecho pasar hasta el momento con su torturado personaje.

@xfar1