Después de ver Super 8 uno tiene la sensación de que ya ha hecho los deberes cinematográficos del verano, y eso funciona para lo bueno y para lo malo. Para lo bueno porque esa idea confiere al hecho cinematográfico una importancia muy poco acorde con la época que vivimos – el cine lo disfrutamos en gran medida en casa-; y para lo malo por todo lo que se le presupone a priori a la película y que después puede volverse contra ella.
Con Super 8 se han conseguido varias cosas interesantes. En primer lugar que la gente tenga ganas de ir a una sala de cine para ver un producto que podría consumir, sin duda hoy día, en casa y de forma gratuita. En segundo lugar, que vuelva el “cine de nombres” (algunos dirían de autor, pero ese término parece demasiado sagrado para concedérselo a cineastas comerciales como Spielberg, que sin duda lo merecería) que por sí solos levantan una determinada expectativa. En tercer lugar ha prometido meter a los espectadores en un Delorean que los llevará de nuevo a los 80 para volver a padalear las mieles del mejor cine Blockbuster: aquel que conjugaba, supuestamente, calidad con diversión y que se dirigía a todos los públicos. Y finalmente ha logrado resucitar la idea de que el cine puede volver a ser mítico en su liturgia y en su consumo, y que esa mitificación puede conseguirse siempre en el visionado colectivo, siempre en una sala y a ser posible en un entorno grupal, casi de pandilla, que haga participar activamente a los espectadores desde la nostalgia. ¿O es que hay alguien que piensa que es mejor ver Super 8 en el plasma de 42 de casa, solo y bajada de internet que ir a verla al cine con los amiguetes de tu generación?
Todo esto hace de Super 8 una película, a priori, muy particular. Promete mucho pero no ya desde el inicio del metraje, sino desde la promoción misma de la película. Consigue meterse a un público muy fiel a su memoria cinematográfica en el bolsillo y ese mismo público seducido de antemano, ya adulto y probablemente con familia y amigos a sus espaldas, atraerá a un nuevo público, más joven, empujado por el entusiasmo de experimentar lo que una vez les hizo felices e hizo felices a tantas personas. La nostalgia es, pues, una de las grandes bazas de esta película, pero también su gran peligro.
Y es que la nostalgia provoca expectativas difíciles de superar. Y se ha vendido que Super 8 es la recuperación de un cine ya extinguido, algo que puede quedar en la nada si no se tiene en cuenta precisamente que el cine de los 80 ya no existe ni como cine ni como época. Que los mecanismos que mueven el lenguaje cinematográfico actuales han cambiado y también el espectador y sus necesidades, y el cortocircuito que puede provocar ver una determinada intención “a la antigua” con otra absolutamente moderna (con más prisas, quizá más efectista, empresarial y menos sincera) puede ser fatal. Y viendo Super 8 eso puede suceder.
Puede suceder que en el momento álgido de la película ésta falle y se deje llevar por cuestiones que un cine, realizado por un determinado tipo de cineasta y en otra época no hubiese permitido. Puede suceder que ciertos aspectos muy buen cuidados durante la primera hora de la cinta dejen de estarlo de golpe y porrazo por cuestiones lejanas al concepto de autoría, e incluso puede suceder que cuando la película termine te quede la sensación de que algo no cuadra, que hay algo de lo que has visto no acaba de funcionar como debería.
En Super 8 puede pasar que lo más interesante, la relación pandillesca y el análisis de personajes infantiles vividas en cintas como Stand by me o The outsiders a mitad de metraje se deje de lado y deje paso a otras cuestiones, más frías y menos emocionales, o más acorde con los ritmos de los nuevos espectadores. También puede pasar que eso, ese factor nostálgico que era el verdaderamente buscado por un determinado tipo de público, se quede a mitad de camino, y por lo tanto puede ser que eso le provoque una decepción notable. Y entonces puede ser que no consiga ni superar la comparación con una cinta que seguro no es superior a la película de Abrahams, The Goonies, pero que sale vencedora simplemente porque esa película ese mismo espectador la vio cuando tenía 12 años. Vencen los Goonies por la misma nostalgia que construía –y supuestamente llevaría al triunfo- a Super 8
También puede suceder que el misterio prometido en el desarrollo de la historia no sea tan interesante ni que su resolución produzca tanto placer como la que producían las películas en las que Super 8 claramente se basa. Puede ser que no queden claras algunas cuestiones que envuelven ese mismo misterio y que eso aleje un poco al espectador de lo que ha visto, algo que no sucedía en las cintas de las que ésta se nutre. O al menos, la nostalgia que te ha llevado al cine te puede hacer creer eso: que todo lo que ves que no acaba de resolverse sí se resolvía en el cine ochentero que tanto gusta al espectador de esta película. Y puede que tampoco sea cierto. Es posible. Es el problema que tiene el recuerdo.
También puede pasar, salvado el factor nostálgico, que en esta película te encuentres un nivel técnico difícilmente superable, unas interpretaciones magistrales e incluso unos personajes entrañables que te acerquen a ese paraíso cinematográfico perdido aún sin buscarlo. Porque en tu historia de amor con el cine has visto esas películas y forman parte de tu pasión… pero también eso puede que se rompa por la narración de una historia de corta y pega de tantas y tantas historias vistas y ya disfrutadas y que además se resuelve de una forma cuanto menos precipitada. Y que esto ya no sea algo excusable si se tiene en cuenta la cantidad de tiempo y de dinero que hay detrás de una producción de este tipo. O sí, si se ve desde el prisma de cine como negocio y no como “experiencia”, tal y como se ha vendido esta película. Y entonces lo que había conseguido la película en un primer tramo podría diluirse y llegaría la decepción. Y se produciría la desconexión y desaparecería la empatía con los personajes. Tanto en los espectadores nostálgicos como en los que tratan de desvincularse de su memoria y solo buscan el goce del cine-espectáculo y de calidad. Podría pasar eso.
O no. También puede pasar que el espectador de Super 8 se deje de monsergas y disfrute de lo que está viendo sin preocuparse de comparaciones y del cine y de la experiencia de ir al cine, de reír, de asustarse, de emocionarse… Eso también puede pasar. Porque elementos para hacerlo la película los tiene. Pero la sensación es que es un producto muy bien pensado y comercializado para ser algo que no es, un nuevo mito cinematográfico para unos y para otros, para jóvenes, no tan jóvenes y adultos. Y no lo es sobre todo porque deja de lado algo que los maestros que fueron la base para que esta película existiera nunca hubiesen dejado de lado: el amor por el cine. O al menos por un determinado tipo de cine, el que curiosamente ha vendido esta película. Y no es que Abrahams no ame el cine, es que lo ama de un modo diferente al que lo amaban sus maestros en la época que su película refleja. De una forma más cercana al mejor momento de la película, que se encuentra en los créditos finales de la cinta. Ahí está el espíritu de los 80, la ingenuidad, el amor por el cine… que solo puede arriesgarse a volver cuando la mitad de la sala ha abandonado su asiento. Pero que al menos esté ahí es mérito de su director y con ello la esperanza de que en un futuro se obsesione más por ser coherente consigo mismo y no con un elemento nostálgico escurridizo e inalcanzable.